Un artículo de Rafael Rodrigo Navarro
Finalizados los años de la
transición entre la dictadura franquista y la llamada democracia parlamentaria hemos llegado a la convicción de que los
partidos políticos, todos, apostaron definitivamente por la continuidad. Digo esto porque deseo atenerme a los hechos, y no a
las palabras del penoso discurso
de lo políticamente correcto que habló en su día de ruptura.
Pero, ¿Por qué todos y cada uno de los partidos políticos
que participaron en la transición y continúan activos en la vida política han
desarrollado programas, a pesar de sus proclamas, continuistas de los regímenes
anteriores monárquico, republicano y especialmente franquista?, ¿La continuidad
de qué?
Por supuesto del ideario liberal-estatista que ha servido de base a todas las constituciones españolas
de los siglos XIX y XX, y por tanto iba a serlo también de la más reciente, la
de 1978, con la que nos hemos adentrado en el siglo XXI. Una concepción de la
sociedad en la que prevalece el economicismo frente a la convivencia libre de
pueblos y personas, profundamente jerárquica a pesar de las apariencias, de clara
vocación militarista e inevitable tendencia al totalitarismo. Un ideario
liberal-estatista que siguen fielmente los partidos políticos parlamentarios,
tanto de izquierdas como de derechas, desde mediados del siglo XVIII y que recibió un espaldarazo con la llamada revolución francesa, a partir de la cual
se viene escenificando la alternancia en el poder de ideologías que parecen
opuestas y sin embargo lo son sólo en lo accidental. Porque no existen diferencias que no sean de
matices entre personas o grupos sociales que participan de una misma o parecida
escala de valores.
Ahora bien, las constituciones de
matriz liberal, entre ellas la española 1978 de la que muchos dicen sentirse
orgullosos, han promovido durante los últimos siglos, y lo siguen haciendo, una
visión economicista de la vida y la sociedad que llama desarrollo
a lo que no lo es, a partir de un
ideario, el ilustrado, por el que se pretende gobernar en nombre del pueblo, pero sin el pueblo.
Escala de valores significa ordenamiento prioritario de lo que es valioso para el ser humano. Y lo
más valioso, sin duda, no es aquello que nos permite poseer más y más, sino lo que nos permite trascender lo puramente
material. Una escala de valores constituye un instrumento valioso para la
convivencia siempre y cuando apunte
hacia lo que verdaderamente es valioso: la capacidad de distinguir entre el bien y mal, como objetivo
primordial.
La pregunta que casi nadie hace, es
si la constitución española de 1978 constituye un instrumento jurídico válido
en este sentido. ¿Se apoya en una
escala de valores apropiada para mejorar
las relaciones humanas? ¿Somos acaso conscientes que una constitución basada en
una escala axiológica que pone la creación de
riqueza como objetivo número uno, no sirve para lo que se predica: hacer
posible la convivencia mínimamente respetuosa de quienes viven en un mismo
territorio?
Si así fuera, no asistiríamos al caos
convivencial existente, tampoco constataríamos casi a diario la falta de ética
de quienes dicen gobernarnos, ni la profunda injusticia que supone la
apropiación y reparto desigual continuado del bien común, ni la vil y mentirosa utilización
de la propaganda política, ni por
supuesto la vergonzosa intromisión del poder político y económico en la
privacidad del sujeto humano, individual o grupal, ni tampoco contemplaríamos el incremento constante de la
violencia en las relaciones personales y sociales en general.
Como acabamos de constatar con la
imposición de priorizar constitucionalmente
el pago de los intereses de la deuda
económica contraída ilegítimamente sobre cualquiera otros asuntos de
orientación igualitaria, la constitución 1978 hace del dinero, por la propia
dinámica de un capitalismo al que se adhiere sin ambages, la base para la supervivencia de un tipo de sociedad
organizada según los esquemas de la nación-estado, es decir jerárquica y
desigual, por tanto lejos del objetivo de justicia que se pretende.
Si bien la constitución no niega
valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, etc., lo que hubiera
resultado inadmisible, en la práctica por
efecto de la escala de valores que promueve, quedan relegados. Cada escala de
valores conlleva una cosmovisión diferente, lo que significa, a pesar de lo que
se nos predica, que no son compatibles entre sí. De ello se sigue que si la
constitución de 1978 ha optado por una visión economicista de la vida, son
temas para ella secundarios la libertad, la justa distribución de la riqueza o
la igualdad. El concepto de estado del bienestar
resulta así un concepto vacío, orientado a ocultar un burdo economicismo acorde
con la consideración del dinero como valor supremo.
Por el contrario, el verdadero
bienestar, aquel que surge de una sana convivencia, no puede tener como valor
primero lo económico, a pesar de su indudable importancia. En la sociedad actual la posesión de dinero básicamente
no responde al esfuerzo sino a un tipo de reparto desigual que hace el estado
de la riqueza en atención a sus propios fines, entre ellos la dominación. Con una escala de valores tal, y con el
correspondiente ordenamiento jurídico el ser humano enferma pues se resiente en
su salud física, psíquica y espiritual, es decir en su integridad.

Pues bien, esto y no otra cosa es
lo que refleja el texto de la constitución
española de 1978, en la línea de ser de un capitalismo a su vez quintaesencia
de la visión economicista de la vida que tiene en el consumismo descerebrado su
principal valedor. Una sociedad líquida,
según el término de moda atribuido a Zygmunt Bauman, que refleja la pérdida de
la consistencia que da al ser humano el hecho vivir en una sociedad igualitaria
que deviene amorosa.
Las constituciones decididamente
liberales aparecen con la toma del poder
por parte de la burguesía mercantil transformada en industrial y sobre todo
financiera. Es pues el espíritu burgués el que ha inspirado desde el inicio la
redacción de las mismas, siendo en España la primera la de 1812 y la última la
que ahora nos ocupa, la de 1978, en cuya elaboración y promulgación, no hay que olvidarlo, el
ejército ha jugado un destacado papel, como ya venía haciendo en el antiguo
régimen del que por cierto se proclama enemigo, en esta nueva etapa.
Con la fabricación del papel
moneda, la emisión de deuda por parte de los estados como dinero, el
incremento de la presión impositiva sobre el pueblo, la acelerada implementación
del colonialismo como motor de la economía, el aumento exponencial de la
milicia y la obligatoriedad del servicio militar para defender el control de
los territorios ocupados, el crecimiento de las sociedades anónimas que
acabarán convirtiéndose en empresa multinacionales, la destrucción del mundo
rural y la potenciación de la ciudad frente al campo, es decir de las rentas
frente a la producción y la casi total
monetización de las relaciones humanas, se consuma la orientación economicista
de la vida iniciada y apoyada con la promulgación de aquellas constituciones
modernas, casi la totalidad, dirigidas a
aumentar la riqueza individual en detrimento de lo comunitario, es decir, contrarias
a la gestión participativa del bien común.
La construcción de una escala de
valores en la que lo económico ocupa un lugar privilegiado, no es algo nuevo,
sino repetido a lo largo de la historia como propio de los imperios habidos, y
por tanto de los estados, lo que no evita su decadencia y posterior
desaparición. En este sentido podemos hablar de continuidad entre monarquías, repúblicas
o dictaduras, así como entre el llamado antiguo régimen y la sociedad moderna.
Se trata de un ciclo que no puede acabar si no es con un cambio radical en la
escala de valores que sustenta a las llamadas normas supremas o constituciones.
No hay que olvidar que fue
durante el franquismo cuando España ya fue requerida para formar parte del
espacio europeo. Así pues también Europa, en cuanto creación de un supraestado,
es un reflejo fiel de un nuevo
economicismo, una escala axiológica en la que lo económico en general y el
dinero en particular, ocupan el primer lugar. Planteamiento acorde con la
preeminencia de unas oligarquías financieras que no han dejado de crecer desde
la proclamación de las primeras constituciones liberales a finales del siglo
XVIII.
Se denigra, en la actualidad, a
la tradición, depositaria en muchos casos de valores axiológicos en los que lo
económico no es lo prioritario. Lo mismo ocurre con la democracia directa,
única capaz de reordenar la sociedad en torno a valores nuevos, tanto desde el
punto de vista político como económico, mientras se exalta la democracia
representativa y parlamentaria, como hace la constitución española de 1978, que
nada nuevo aporta en este sentido. La consecuencia más directa de todo ello
es un anquilosamiento generalizado de la
vida individual y social, una falta de
perspectiva para el futuro y una progresiva incapacidad por adaptarse a un
tiempo, el presente, que está exigiendo por
sí mismo ese cambio radical en la escala de valores que evite la destrucción de
la naturaleza y el ser humano.
Pero no todo lleva a la
desmoralización. La oposición a una constitución europea de cariz neoliberal,
ha dado algunos frutos por el momento. Así pues, otra forma de vida
económica y política de los europeos es
posible. Se trata de algo que nos compete
en cuanto sujetos celosos de la libertad, por lo que hemos de llegar a tener
clara una forma de vida en la que lo
económico no sea prioritario, en contraposición al bombardeo mediático sobre el
consumo como motor de la economía, y a
su vez hemos de ser capaces de ponerla en práctica.
Reflexionar sobre la constitución
española de 1978, equivale a hacerlo sobre los
ordenamientos jurídicos de la
humanidad en general, pues la escala de valores economicista se ha impuesto en los cinco continentes y ha
dado lugar al modelo estatal de relaciones humanas, así como a la redacción de
las modernas constituciones, que no evitan un comercio competitivo, agresivo y
destructor que frecuentemente acaba en guerras.
No podemos aceptar vivir en marcos
legislativos y legales que no pongan en primer lugar como prioridad máxima la
convivencia y subordinen cualquier otra consideración, entre ellas la
económica, a su mejora y preservación, lo que se consigue con una actitud de
búsqueda permanente del Bien. Lo contrario de lo que ocurre en la actualidad,
en que ni siquiera se plantea tal búsqueda. Nos preguntamos si la constitución
de 1978, que tan pomposamente pretende
ordenar nuestras vidas, lo hizo en el momento de su redacción. La
respuesta es que no. Convertir al estado en un proveedor de felicidad es
mentir. Pretender que un estado sea proveedor de bienestar, como recoge la constitución,
denota la miseria del economicismo y su enfoque materialista y reductor.
Una escala de valores adecuada
pone la libertad, la ayuda mutua, la colaboración y el reparto equitativo del
bien común por encima del dinero. Y si es tarea difícil, a veces épica, vivir
con esta escala de valores no por ello es menos necesaria, pues viviendo con lo
económico como prioritario llegamos a donde estamos, una sociedad en decadencia
que trata de sostenerse con
constituciones como la de 1978 cuyo
objetivo fue dar continuidad al stuatu quo.
Al pretender considerar
secundarios valores tales como la colaboración y la ayuda mutua o el respeto
escrupuloso a la individualidad, se genera daño psicológico, así como miseria económica y
moral.
Lo pertinente en economía y en el ordenamiento legal es el control de las necesidades de los seres humanos para que
no devengan exclusivamente materiales y por tanto insaciables, lo que
degrada al cuerpo, hace enfermar a la
psique y anula la fuerza del
espíritu, es decir, para que no rompa la
integridad del ser humano como individuo y como sociedad. Son atributos de los
seres humanos la capacidad para ejercer la
justicia conmutativa y la justicia
distributiva, pero para hacerlo posible es necesario regirse por el principio
ético de que la acumulación de riqueza no es un bien y sí el reparto equitativo
de la misma. El exceso en la acumulación
privada desorganiza al grupo social y destruyen su capacidad de producción a pesar
de lo dice y promueve una escala de valores economicista. Por el contrario en
otra escala de valores posible la cooperación aparece como el verdadero motor
de la economía que resulta así más
eficaz, justo y respetuoso con la naturaleza, incluido el ser humano y su
convivencia grupal.
¿Qué constitución actual establece como prioritario lo aquí dicho? ¿Acaso no se soporta la constitución española
de 1978 en una escala de valores en todo inapropiada, generadora de
desequilibrio social, algo contrario a las exigencias de supervivencia del grupo social
e incluso de cualquier ser vivo?
Cuando calificamos de obsoleta a una norma jurídica,
en este caso de la constitución española de 1978, lo que hacemos es apuntar a la necesidad de regirse por una escala de
valores en todo diferente. Hablamos de
la necesidad de superar el concepto de
estado actual. Hablamos de un cambio civilizatorio, pues esto es a lo que lleva
un cambio en la escala de valores. Y es
por ello que decimos que la actual no es
ni eficaz ni viable pues una visión economicista de la vida y la
sociedad no está orientada a la búsqueda del Bien a pesar de lo que se predica.
Y sin embargo esta búsqueda aparece como fundamental y fundante de una sociedad
nueva.
Lo contrario es pretender un
imposible. La constitución actual de 1978 dice organizar la convivencia y la
sociedad, pero a lo máximo que llega es a crear un muy secundario y limitado estado llamado de bienestar.
Una estrategia que disimula el estado de
dominación de unos sobre otros y oculta
la verdadera desigualdad estructural de la actual escala de valores
implementada desde el poder que resulta ser así antiética.
Rafael Rodrigo Navarro , 6 de diciembre de 2017