EL ESPÍRITU LATE POR CATUÑA (*)
Un artículo de Rafael Rodrigo Navarro
«A Barcelona hay que
bombardearla al menos una vez cada 50 años» (Baldomero Espartero, 1842)
(1). Este aserto de quien fuera
Presidente del Consejo de
Ministros en tres ocasiones (1837-1837), (1840-1841) i (1854-1854) y regente del reino de 1840 a 1843, nos acerca al análisis de lo que está
pasando en este momento en Cataluña, pues son muchos los que están de acuerdo
con lo dicho por el general Espartero y se impacientan con el hecho de que el
actual gobierno de España no haya realizado ya una contundente demostración de
fuerza contra Catalunya. De hecho han pasado ya los cincuenta años de rigor
tras la derrota de las instituciones catalanas, el Parlament y la Generalitat, tras la última
guerra civil española (1936-1939).
Pero a su vez esta frase indica la existencia de un tipo de realidad
profunda en el pueblo catalán que los
poderes oligárquicos no consiguen extirpar. Se puede anular durante una o varias generaciones, pero el
poder del estado sabe, o quizás no sabe, que resurgirá. Por lo menos Espartero
fue consciente de ello.
Nadie que no ame a su nación, puede entender el problema
catalán. No hablo de la patria, ese
vocablo de rancio tufo oligárquico,
patriarcal y militarista que se impuso definitivamente durante el siglo XIX en
España, y en otros países, tras el
triunfo de las revoluciones liberales.
El concepto de nación en sus inicios se identificaba con el de pueblo. La palabra nación tiene un mismo origen etimológico
que la palabra griega gea (tierra ancestral)
y el verbo castellano engendrar (2).
Una nación nace y crece a partir de un territorio en el que
la crianza de los hijos e hijas que han
de procurar a su vez su descendencia y continuidad en el tiempo sea posible.
Los habitantes de ese territorio en general
comparten una misma lengua, siguen una parecidas costumbres y sobre todo
se sirven de una ética propia y al mismo tiempo universal que rige su
convivencia desde dentro, con autogobierno.
De ese modo la norma jurídica se
identifica con la moral elaborada con el análisis continuado de la conducta
grupal mediante la democracia directa, posibilitando así que el acto de juzgar
sea este a un tiempo a aplicar la norma y a revisarla para mejorar las
relaciones personales en la comunidad nacional. Una nación en sentido estricto
debe compaginar la convivencia con la libertad tanto individual como grupal, en la que se incluye
la libertad de conciencia.
Existen otras muchas
realidades sociales que comparten el mismo vocablo pero no tienen el
significado que acabamos de exponer. Y desde
luego el concepto de estado-patria tan
comúnmente aceptado hoy día, nada tiene que ver con el concepto de nación.
En todo caso este tipo de realidades que se podrían denominar supranacionales, los
estados, tendrían sentido si su
estructura estuviera montada de tal manera que no fuera en contra de aquellas
naciones que la componen. Lo que no es el caso.
Aunque en el siglo XIV algunos propusieron que Isabel y
Fernando fuesen llamados reyes de España, no se hizo por carecer este término,
por otro lado muy antiguo, de entidad
jurídica.
Más tarde, en la medida que el estado se fue consolidando
como tal, dando lugar al llamado estado
moderno, se utilizan los conceptos de España o Las Españas según los casos, lo
que indica ambivalencia a causa de la pretendida unidad y la presencia de
fueros y formas de autogobierno singulares propios de las comunidades existentes. Sin embargo, a partir de las revoluciones
liberales el concepto de España, como nación-estado unificada y excluyente, se
potencia, consolida y llena de contenido
jurídico y con ello un modo de entender el
territorio como exclusivo y excluyente de “la nación”.
Se trata de una situación similar a la de la formación
de Europa en la actualidad, con la
diferencia de que, puesto que el
supraestado europeo se está formando a partir de los llamados estados
nacionales previos en cuyo interior jurídicamente han dejado de existir las
naciones que estuvieron en su origen, la
dinámica en marcha es diferente.
De hecho el intento de formar un supraestado en Europa no es
sino un cambio en la amplitud de la estructura de estado único. Las naciones
europeas hace siglos que sucumbieron a la dinámica de la omnipresencia y dominio de los estados. Una Europa de las naciones, aunque reivindicada
por algunos, parece irrealizable ya que llevaría a conflictos semejantes a los que se están dando entre
España y Cataluña. Por ello es lógico que el apoyo europeo que
solicitan los independentistas catalanes, les sea negado por una Europa en proceso de
unificación. Lo lógico es que siga destruyendo a las naciones que todavía
existen en su territorio y no que las potencie.
En realidad lo que se consolidó durante el siglo XV con Carlos V y los Augsburgo, fue la
paulatina destrucción de las naciones existentes en aquel momento en el
territorio de la península Ibérica, dando paso a virreinatos dirigidos desde
Madrid, es decir acordes con el capitalismo mercantil que se estaba desarrollando
y cuya organización política evolucionaba ya entonces rápidamente hacia el
concepto de nación-estado que se inició primero con el absolutismo borbónico
y posteriormente con las llamadas revoluciones liberales.
Si bien España hubiera podido constituirse en una federación
de naciones libres, no fue el caso porque la dinámica de crecimiento del
capitalismo lo hacía imposible. Y esto
por varias razones. En primer lugar
porque dado que la organización del
estado es en todo contraria a la estructura de nación, en la medida que crecía
aquel había de menguar ésta. Es por ello
que la historia de España y de cualquier otro estado europeo, presenta un continuo de guerras contra los
pueblos y las naciones autónomas existentes o con
pretensiones de existir, confrontaciones
que en algunos casos se convirtieron en guerras civiles como las que
asolaron los siglos XVIII, XIX y XX en España, o en guerras genocidas de exterminio como la que tuvo lugar en
Francia en la Vandea, tras la revolución de 1789, por sólo citar una.
El estado moderno lo
que busca, no es necesario insistir pues las evidencias son casi totales, son individuos aislados a los que regentar y no individuos inmersos
en grupos sociales con autonomía y vida
propia que a su vez puedan asociarse
libremente.
Si la nación conlleva la existencia de un territorio, lo
mismo acurre con el estado, la manera de
participar de ese territorio es
radicalmente diferente. En el caso de la nación el territorio puede ser
compartido. Nada repugna en este sentido. Sin embargo constituye la razón de
ser del estado su exclusividad más radical.
Lo que tiene que ver, a su vez, con el concepto de propiedad. En la concepción
del estado contemporáneo, como ya ocurrió en el Imperio Romano, la propiedad pasa
de entenderse como relativa, lo que
permitía la ayuda mutua
en igualdad y la cooperación también en igualdad de varias naciones sobre
un mismo territorio, a absoluta. Con la
dominación de un pueblo sobre el resto , desaparece definitivamente el concepto
de cogestión, excepto en el caso de ocupación de territorios coloniales.
Es evidente que en un estado, en el que la defensa de un
territorio es lo primordial, éste no puede ser compartido. Hablamos de una
parte de la historia de la humanidad, la de las oligarquías reinantes, no de
los pueblos libres que también existieron, aunque el interés de los
historiadores haya sido menor a la hora de estudiar su existencia y
significado, durante los últimos cuatro mil años, del que es un ejemplo, entre
otros miles, el irresoluble enfrentamiento de Israel y
Palestina dentro de los parámetros geopolíticos por los que se rigen los
modernos estados.
La nación libre, comparte el territorio en primer lugar porque entiende más apropiado
para la supervivencia la cooperación frente a la exclusividad, la falta de cooperación y la
guerra. También porque la gestación, el
nacimiento y la crianza de la prole convienen a un territorio sin conflicto y
finalmente porque, puesto que la nación libre recela del estado, evita alimentar su poder y militarismo. En realidad
hasta los tiempos históricos, en
que surgieron los estados, el ser humano
en términos generales había sobrevivido gracias a la
cooperación más que a la guerra de rapiña.(3)
Pero aunque es cierto que todo esto cambió en un momento
dado y las naciones como tales dejaron de existir, lo que para muchos constituye
un progreso,
no es menos cierto que continuarán los conflictos entre estados, hasta que abandonemos de nuevo los conceptos
de propiedad privada absoluta y territorialidad exclusiva.
Frente a la
existencia de naciones que tienen su origen en grupos humanos naturales, los
estados son con toda evidencia creaciones de minorías oligárquicas, ricas, armadas
y dominadoras de pueblos y personas. Por ello, como ya hemos dicho, se oponen y opondrán al concepto
de nación independiente y libre.
Hay más. Estas élites mandantes que rigen los estados, o que
como en el caso catalán tratan de crearlos, que diseñan y rigen el mundo actual a su antojo y que son responsables de las fronteras existentes, lo que equivale a la exclusión de
muchos pueblos del concierto internacional, no se rigen por una ética puesto
que su razón ser, la razón de estado, es
la dominación y la fuerza. La ideología que les
sustenta es la del darvinismo social, su religión la de la jerarquía y el poder,
y su convencimiento el de que no hay que ser ingenuos y hay que golpear primero si se quiere sobrevivir. Conforman un pensamiento
tan ajeno y diferente de la necesaria cooperación entre seres humanos, que
estamos tentados de calificar de subhumana a esta civilización de los estados,
permanentemente jerarquizada, orientada a la conflagración bélica, y que se constituye
básicamente entre dominadores y dominados, lo que supone a su vez un bloqueo y
una pérdida importante de aquellos sentimientos necesarios para la convivencia,
entre ellos el del amor.
Lo más curioso es que esta manera de pensar que se ha
generalizado en la sociedad , no corresponde exclusivamente a la minoría
mandante sino a todos aquellos que la han hecho suya y que es la ideología del superhombre y la voluntad de poder,
preconizada por Nietzsche.
Pero si el problema de la independencia de Cataluña, resulta
tan controvertido, llama tanto nuestra atención y se ha convertido en tema de
reflexión para muchos, es porque en
él se
superponen dos tipos de reivindicaciones a un tiempo.
Al inicio del presente escrito hemos dicho que no se puede entender el problema catalán si
no se ama profundamente a la propia nación (el castellano a Castilla, el
gallego a Galicia, el euskaldún a Euskal Herría, etc.) y no a
esa entelequia llamada patria,
militarista y jerárquica que dice que la democracia es ir a votar cada cuatro
años y hace del ser humano un productor
esclavizado y un participante de un ejército permanente y agresor. La astucia de la oligarquía mandante ha consistido desde
siempre, en intentar, sin éxito, que los
seres humanos proyecten sus sentimientos, entre ellos su amor sobre el estado, para lo que se le ha añadido
el adjetivo de nacional.
Pero el amor nace de
la integridad, es decir del equilibrio de nuestra naturaleza corporal, psíquica
y espiritual, y al mismo tiempo de conducirnos en libertad. Quien pierde este equilibrio que por otro lado responde a la estructura
básica de cualquier ser vivo, no puede entender ningún fenómeno social en que los sentimientos de amor, entre otros,
estén presentes. Por desgracia la
sociedad moderna nos tiene sumidos, por
la propia necesidad de la
experiencia de ser dominadores o dominados, en un desequilibrio permanente y esa falta
de integridad conlleva a su vez dificultades en resolver aquellos problemas
humanos que necesitan de perspectivas globales.
Lo desconcertante para muchos del problema catalán resulta
de la superposición de dos
aspiraciones opuestas: el amor del
pueblo catalán (lo que queda de él) por su libertad, es decir por vivir como nación propia y
singular con su lengua, sus usos y costumbres, su autonomía jurídica y
sus normas convivenciales por un lado y , por el otro, la pretensión de sus oligarquías mandantes de
formar un estado, lo que equivale apuntarse a la escalada de explotación y dominación de cualquier estado consolidado
como tal.
En este sentido es
interesante el artículo de Pere Rusiñol “Independencia de Catalunya: ¿Con la ayuda
de Trump o de China?”, aparecido en el diario digital “El diario.es” (4)
en el cual se analizan las posibilidades que tiene
Cataluña de conformar realmente un estado independiente. Según el autor desde
el punto de vista de las estrategias geopolíticas actuales, las
posibilidades son prácticamente nulas, a pesar de que siempre existen
resquicios que en otros casos han sido aprovechados por
quienes han llegado a crear un estado nuevo. En cualquier caso la existencia de un nuevo
estado, habría que englobarla en una misma dinámica de poder y dominación a
escala mundial.
Así pues, según el autor, la pretensión de crear un estado propio parece
estar condenada al fracaso. ¿Entonces, se pregunta, por qué los dirigentes catalanes se arriesgan
y no cejan en su empeño? Según el autor,
porque han visto en esta forma de populismo
un rédito electoral. Pero la respuesta
no parece convincente y resulta
demasiado simple, ya que con
dicho rédito precisamente se verían obligados de nuevo a plantear la
independencia de Catalunya.
En Cataluña, como sugiere la frase de Espartero, existe una
realidad más profunda y difícil de combatir. Y
esa realidad, puesto que hace su aparición de forma cíclica a lo largo
de la historia, no es otra que la permanencia
en su existencia de la nación catalana, nación que se sustenta en aquellos que la aman, algo también muy real,
aunque generalmente no se tenga en
cuenta en los análisis. Es por ello que ha sobrevivido en la historia
y sobrevive a pesar de lo convulso del
momento actual, hasta que las estrategias de poder tanto de dentro como de fuera, cada vez más
sutiles y por tanto más poderosas, en su intento, acaben con ella. O
no.