Un no rotundo al
mundo brutalizado de hoy
Queridos amigos y compañeros, auditorio todo,
Vivir
enteramente y en sentido exhaustivo es vivir compartiendo con los demás lo
mucho o poco que podamos ser y tener, que es, a la vez, la condición previa e
indispensable para que recibamos lo que ellos puedan darnos a nosotros. Es
únicamente de esa recíproca actitud que puede surgir una cultura de la
hermandad y solidaridad digna de este nombre. Y si saco a relucir esta vieja
ley proclamada una y otra vez por el pensamiento universal es porque hoy se
cumple y practica menos que nunca. De ahí que pensar en los otros desinteresada
y generosamente se haya convertido en un modo de conducta cada vez más
infrecuente. Lo ordinario es optar por un autocentrismo desvinculado de toda
motivación transpersonal.
El
rasgo central del ciclo histórico que nos ha tocado vivir es la ausencia del
bien, que constituye la raíz de todos las aporías, problemas y tragedias sin
fin que la humanidad padece. Existen ciertamente personas que a título personal
o unidas a otras consagran lo mejor de su vida a ayudar a los necesitados y a
luchar, con mejor o peor fortuna, por un mundo más justo y más humano que el
que tenemos hoy, pero el término medio de individuo engendrado por la sociedad
tardocapitalista vive de espaldas a toda actividad de carácter altruísta. Y lo
peor y más triste de esta manera innoble de ser y de obrar es que sea
considerada por quienes la practican como plenamente legítima y como la cosa
más natural del mundo. Lo que predomina es la conciencia satisfecha, producto a
su vez de la insensibilidad ética que reina en la sociedad de nuestros días.
Cuando nos referíamos, unas líneas más arriba, a la ausencia del bien no
hacíamos más que sintetizar el estado de indigencia moral en que ha caído el
hombre contemporáneo. Lo que los grandes guías y maestros de la humanidad han
considerado siempre como lo más importante de la existencia y del ser humano
-la conducta ética- ha sido desterrado en gran parte de la vida en común y sido
sustituído por lo que Hobbes, el primer teórico de la burgesía, denominaba
"la lucha de todos contra todos", definición brutal que la ideología
dominante ha sustituído por el eufemismo de "competencia", pero que
en el fondo significa lo mismo: guerra sin cuartel para imponerse como sea a
los demás. Asistimos no sólo al "eclipse de la razón" anunciado por
Max Horkheimer desde su exilio estadounidense, sino asimismo a un eclipse de la
moral, aunque nadie, que yo sepa, haya utilizado hasta ahora esta fórmula.
Educado
sobre todo para cultivar su ego y no pensar más que en sus propios asuntos, el
individuo medio de nuestro tiempo reflexiona cada vez menos sobre los temas y
problemas que no le afectan directamente. Enclaustrado en el ámbito estricto de
su singularidad, no sea da cuenta que las cuestiones de orden general y
colectivo que él considera como ajenas a su persona, son precisamente las que
determinan en gran parte el curso de su vida. El término
"individualismo" fue acuñado en 1825 por el saint-simoniano J.P.
Rouen, pero se había convertido ya en moneda corriente a partir del
advenimiento de la ideología burguesa y de la sociedad competitiva inherente a
ella. Su fin central es el de potenciar el bonum
privatum en detrimento del bonum
commune. Ya por ello, el individualismo lleva en su seno, como un cáncer
oculto, la negación de la vida social como un valor en sí y su degradación a
una categoría subalterna. Lo único que cuenta es el desarrollo del yo, actitud
que conduce directamente a un culto exclusivo de la vida personal y a la
indiferencia o desprecio por la vida en común.
El
hombre moderno ha aprendido innumerables cosas que el hombre premoderno
ignoraba, pero se trata en general de conocimientos técnicos y funcionales que
no sólo no sirven para dar a nuestra vida el sentido profundo que por
naturaleza le corresponde, sino que al contrario, contribuyen cada vez más a alejarnos
de la verdad y el bien. El caudal tecnológico se ha multiplicado, pero sin
contribuir para nada a una mejora de las condiciones de vida. La acumulación de
toda clase de saberes científicos y técnicos no ha impedido que el hombre se
haya convertido en un ser alienado que ha perdido la conciencia de sí mismo,
desenlace inevitable del cosmos artificial creado por el espíritu de lucro y la
voluntad de poder. El culto fetichista que se rinde a la producción y al consumo
de los bienes materiales arrojados al mercado por los consorcios industriales y
comerciales, lejos de estar destinado a satisfacer las necesidades de todos los
habitantes del globo, no tiene otro fin
que el satisfacer los intereses del gran capital, una transmutación de todos
los valores que explica que el hambre, la miseria y la desprotección social
sigan formando parte constitutiva del mundo actual. El signo central de la
época que nos ha tocado vivir es el desprecio a la vida humana, causa de que
sea mutilada y destruída a todas horas y en todas partes. La civilización moderna ha inventado y
construído toda clase de máquinas y artilugios técnicos, pero no un modelo de
organización social capaz de asegurar a cada persona una vida digna de ese
nombre. Crea continuamene riqueza, pero en vez de ser equitativamente
distribuída entre los miembos del cuerpo social va a parar a los bolsillos de
la oligarquía que tiene en sus manos el poder económico y político. Lo que
sigue denominádose democracia es en realidad una plutocracia carente del más
mínimo sentido de la justicia. Platón sabía porqué llamó a la plutocracia el
peor de todos los sistemas de gobierno.
El
progreso técnico y cientifico nos ha dado muchas cosas, pero lo que no nos ha
dado es una cultura comunitaria digna de ese nombre. No otra es la razón de que
las metrópolis y urbes de nuestro tiempo hayan pasado a ser junglas de asfalto
no menos inmisericordes y brutales que la selva primitiva. Hace ya casi un
siglo Albert Einstein escribía a su amigo Max Born: "No puedo comprender
como se puede vivir en las grandes ciudades". La misma civilización que
alardea de haber alcanzado las cimas más altas del saber, es lo suficientemente
estúpida como para no comprender que sin un fundamento irénico y comunitario,
todos los prodigios tecnocientificos están condenados a convertirse
irremisiblemente en instrumentos de disolución y destrucción, como nos releva
la historia de los últimos siglos.
El
pecado original del ideario burgués en general y de su versión tardocapitalista
en particular, es el de haber dado más importancia a las cosas que a las
personas. La historia de los últimos siglos es no sólo pero en gran medida la
historia de la cosificación del ser humano, clave, a su vez de su
deshumanización. Ya por este solo hecho, vivir va unido indisolublemente a
estados de ánimo tan desapacibles e ingratos como la inquietud, la inseguridad
o el miedo abierto. El miedo que hace un siglo Kafka confesaba en una de sus cartas
a su prometida Milena, ha pasado a ser un fenómeno psíquico cada vez más
generalizado.
El
modelo de sociedad y de vida creado por la burgesía occidental se revela de
manera creciente como un producto de las peores tradiciones de la humanidad,
pertenece de los pies a la cabeza a lo que Erich Voegelin denominó hace décadas
"patologías del espíritu moderno". El viejo ideal de lo "bueno,
lo bello y lo verdadero" ha sido sustituído en tods partes por "lo
malo, lo feo y lo falso". Hemos entrado de lleno en un período nihilista y
tanático de la historia universal. Vivir significa hoy ante todo vivir en
estado de alarma. La paz de espíritu que el pensamiento clásico ha considerado
siempre como la condición indispensable de una vida colmada, se ha convertido
en una meta prácticamente inalcanzable, ya que los mismos conflictos que reinan
en el mundo objetivo y externo han tomado posesión y penetrado en el interior
del sujeto, de manera que todos podríamos decir, con Jean-Paul Sartre, "Je
suis en danger", estoy en peligro. El sujeto libre y soberano de sí mismo
descrito y magnificado por la filosofía clásica, existe hoy únicamente en
condiciones sumamente precarias. Estamos acosados por doquier por una avalancha
de sucesos y procesos negativos que en general no podemos impedir ni
contrarrestar porque son muy superiores a nuestras fuerzas. De ahí que resulte
cada vez más díficil preservar nuestra autonomía personal. El acontecimiento
moderno por excelencia no es la muerte de Dios anunciada por Federico Nietzsche
con gran redoble de tambores, sino la muerte del hombre como ser autodeterminado.
Lo
que por inercia mental seguimos denominando democracia se ha convertido en un
sistema dominado de manera creciente por los lobbies que el gran capital financiero, industrial y comercial
tiene introducidos en todos los puntos neurálgicos de la sociedad, también en
los ministerios y organismos oficiales encargados de velar por el bien común.
Detrás de las leyes y decisiones que de puertas afuera aparecen como emanadas
de los poderes públicos elegidos por el electorado, están casi siempre, en
mayor o menor medida, al servicio de los intereses de los grupos de presión. Y
lo que decimos del Estado nacional reza también para la Unión Europea, una
institución que, desde su entrada en funciones, no ha sido otra cosa que un
inmenso antro burocrático y parasitario al servicio de las naciones
económicamente más fuertes del continente, como intenté demostrar hace años en
mi libro en lengua alemana "Die Lüge Europas", esto es, "La mentira
europea".
Lejos
de vivir en una sociedad pluralista y libérrima, como el sistema afirma una y
otra vez, seguimos encadenados a una realidad histórica basada en la división
tradicional entre una casta dirigente y una masa supeditada a sus decisiones e
intereses. También y especialmente en este aspecto se confirma la tesis nieztschiana
del "eterno retorno de lo mismo".
Mandar y obedecer siguen siendo los elementos básicos del mundo
contemporáneo, aunque los viejos conceptos de amo y esclavo ya no formen parte
de la terminología al uso. Por muchas que sean las garantías constitucionales y
libertades formales que la ley adjudica al ciudadano, a la hora de ganarse el
pan de cada día, depende de la voluntad de los oligarcas que tienen en sus
manos las riendas del poder y que desde sus suntuosos despachos dirigen los
destinos de la humanidad.
El
verdadero talón de Aquiles del mundo de hoy es la ausencia casi completa de una
cultura basada en el espíritu cooperativo. El hombre se ha desocializado, vive,
con pocas excepciones, en estado de atomización social. El proceso de
masificación a que está sometido sin cesar ha hecho de él un ser despojado de
la dimensión interpersonal y societaria que por naturaleza le corresponde. De
ahí que en torno nuestro no veamos más que a mónadas mezcladas físicamente con
una muchedumbre inmensa pero humanamente aisladas unas de las otras por un muro
infranqueable de mutismo y solipsismo. Se explica que Paul Ricoeur pudiera afirmar
hace ya años, que "vivimos en un mundo sin prójimos". Hay siempre un
público anónimo para toda clase de espectáculos públicos, pero apenas un
espíritu comunitario merecedor de este nombre. El hombre parece haber olvidado
que ser es, en su verdadero significado, ser con y para los otros. El otro es
objetualizado como cosa y despojado de su identidad humana, esto es,
des-humanizado. A partir de este momento es posible explotarle, humillarle y
utilizarle como carne de cañón sin necesidad de avergonzarse ni de sentir
remordimientos de conciencia.
La
indiferencia que el individuo contemporáneo siente en general por sus
semejantes, contrasta con la atención que suele prestar a los personajes de
moda que los aparatos publicitarios y los medios de comunicación convierten en
ídolos y héroes públicos. Fríos como un témpano de hielo a la hora de compartir
los problemas y las cuitas de las personas de su entorno cotidiano, llegan a
los más altos grados de emotividad cuando se trata de manifestar su admiración
por las celebridades de turno. También
aquí, el hombre-masa engendrado por la ideología moderna se deja guiar por la
ley y la lógica del gran número y no por la opción de la convivencia
interhumana, un fenómeno sociológico que ha conducido a la sustituciión de la
cultura del encuentro y del diálogo con el otro por la incultura del grito y
del éxtasis colectivo.
Una
de las consecuencias más notorias de esa desocialización generalizada es la
profunda crisis cuantitativa y cualitativa que atraviesan desde hace tiempo las
organizaciones obreras, empezando por la pérdida de la fuerza reivindicativa de
los sindicatos, lo que a su vez explica que las condiciones de trabajo y de
vida de las clases asalariadas hayan ido en las últimas décadas de mal en peor,
no sólo en el Tercer Mundo sino también en los grandes baluartes de la economía
mundial.
La
vida de la mayor parte de la población de la sociedad de consumo se compone
casi exclusivamente de pura fisiología: comer, acudir al trabajo, ir de
compras, gritar en los estadios deportivos, conducir un automóvil, sentarse
frente a un ordenador o televisor, descansar y, como escribía Albert Camus en
sus "Carnets", "fornicar y leer los periódicos". Esta
mezcla híbrida de imposiciones funcionales y de hedonismo vulgar es, en efecto,
el modelo de vida elegido por el ufano homo
occidentalis.
Es
evidente que en un tipo de sociedad como el que estamos describiendo no pueden
florecer bienes inmateriales como la amistad, el compañerismo o la solidaridad.
Lo habitual es pisar a los débiles y a los que no están en condiciones de
defenderse y contraatacar. Vivimos una época que valora a las personas por la
riqueza o el poder que tienen, raramente por sus virtudes humanas y sus
principios éticos, valores éstos que por no ser cotizados en la bolsa, han
dejado de interesar al individuo medio. También es una época que, ávida de
hedonismo y consumismo, hace todo lo posible para relativizar, silenciar o
negar el inmenso dolor que genera, una tarea que la industria del
entretenimiento, la publicidad, el deporte y los medios de comunicación adictos
al sistema desempeñan a la perfección. Una vez más se cumple y confirma lo que Adorno
dijo hace años en su obra "Mínima moralia" : "Al mecanismo del
poder pertenece prohibir el reconocimiento del daño que causa". Pero por mucho que los mandamases de turno
aturdan y ofusquen a la gente con sus maniobras de manipulación mental y emocional,
el sufrimiento ha pasado a ser desde hace tiempo el fenómeno sociológico
central de la dictadura capitalista. Ser y estar en el mundo se ha convertido
por ello para un número cada vez mayor de personas en un infierno. Los
"condenados de la tierra" en cuyo nombre Frantz Fanon alzó su voz
contra las potencias económicas occidentales, no sólo siguen existiendo sino
que no han cesado de reproducirse y multiplicarse.
La
tierra ha dejado ha dejado de ser un hogar para el hombre, a la vez que aumenta
la resignación y decrece la esperanza en un mundo menos brutalizado que el de
hoy. La figura heroica del homme révolté a
la que Albert Camus rindió pleitesía en los años cincuenta, pertenece desde
hace tiempo al pasado. La sociedad tardocapitalista ha conseguido asfixiar la
voluntad de resistencia del individuo medio, y ello a pesar de que las
condiciones laborales y existenciales del asalariado sean cada vez más duras e
inhumanas.
A
todo esto respondo: en un mundo regido por una casta de gobernantes carentes de
la más mínima sensibilidad y conciencia ética, el sentido de la vida personal y
colectiva no puede consistir más que en tomar partido contra este estado de
cosas y luchar por el advenimiento de un orden mundial basado en la justicia social
y el bien común. Autorrealización verdadera y digna de este nombre es hoy sólo
posible como militancia activa contra los poderosos y privilegiados que tienen
en sus manos los destinos del planeta. Todo lo demás es elegir una identidad
postiza y capitular ante la propia conciencia. En sentido profundo y último
sólo se puede hablar de vida colmada y de éxito cuando nuestros actos están
encaminados a hacer el bien; todo lo demás es derrota y castigo. Ganar o perder
depende de una sola cosa: la conducta ética. Quien no elige la opción del bien
será siempre un fracasado, por muchos trofeos que acumule. Lo que el actual
culto morboso a la resonancia publicitaria entiende por éxito no es más que un
producto de mercado o de lo que en términos económicos se llama valor de cambio
y tiene que ver, por ello, muy poco con
su valor intrínseco.
Se puede
definir cada época, cada civilizacón y cada modelo de sociedad tanto por lo que
es como por lo que no es. Si nos atenemos a este criterio descubriremos sin
grandes dificultades que el ciclo histórico que nos ha tocado vivir se
caracteriza por la carencia casi toltal de ideales superiores. El individuo de
la sociedad de consumo no parece sentir ninguna nostalgia por lo que Max
Horkheimer, siguiendo a la Gnosis, llamó la "añoranza de lo completamente
distinto". Ha perdido el hábito de mirar a lo alto y a lo lejos; de ahí su
escasa predisposición a soñar en un mundo
mejor. Carece de lo que Kant denominaba "la fuerza de imaginación
transcendental". Eso no quiere decir que no aspire a más y se conforme con
lo que es y tiene. Al contrario, uno de sus rasgos de carácter más acusados es
el del deseo de sustituir su destino generalmente gris y anodino por una
existencia esplendorosa. Pero sus aspiraciones no van más allá del código de
valores vigente en la sociedad; no significa, por ello, una ruptura cualitativa
con lo dado, sino que son de orden cuantitativo: acumular más poder y riqueza y
satisfacer todas las aspiraciones más bajas de su egoísmo posesivo. El hombre
se ha alejado de su naturaleza y convertido en un ser tan artificial como los
artículos que adquiere y consume. Los bienes a que aspira son sucedáneos
carentes de todo valor intrínseco y que no sirven más que aturdirle y
transformarle en siervo de los eslógans lanzados por la moda y el marketing.
Lo
primero que el sistema capitalista-burgués ha destruído es la cultura solidaria
y comunitaria postulada y practicada por las clases trabajadoras en la época
clásica de la lucha de clases, tema del que por su trascendencia histórica me
ocupé hace muchísimos años en mi libro "Cultura proletaria y cultura
burguesa". Lo que el gran humanista Hugo Ball definía como verdadera
cultura fue la que la clase obrera practicó durante su fase de esplendor:
"Cultura es salir en defensa de los pobres y humillados". El espíritu reinante en nuestro tiempo tiende
a asfixiar y a combatir todos aquellos valores que precisamente serían
necesarios para hacer frente al estado agónico en que el mundo se encuentra.
También en este aspecto el momento histórico que estamos viviendo se
caracteriza por su afán de erradicar de la mente humana el concepto de
transcendencia y de no admitir otra lógica y otra verdad que la de los hechos
consumados. Este inmanentismo a ras del suelo explica el dominio casi absoluto
que desde hace tiempo ejercen sistemas de pensamiento tan simplistas y
reduccionistas como el pragmatismo, el utilitarismo y el positivismo en sus
diversas versiones. La preponderancia
adquirida por estos modelos de pensamiento ha convertido el mundo en un
desierto axiológico en el que sólo crecen los eslógans y lugares comunes
difundidos por el poder establecido. Su designio no es de elevar el nivel
humano, cultural, moral y espiritual del hombre, sino el de rebajarlo a los
índices más ínfimos, condición previa para que siga obedeciendo y callando.
Para
mí está en todo caso claro que la única actitud digna en un mundo brutalizado
como el que estamos viviendo es la de responder con un rotundo no y luchar con
todas las consecuencias y sin desmayo por un mundo más justo y más humano, un
modelo de conducta que lejos de ser un lastre, como se cree a menudo,
constituye un privilegio, que es exactamente la recompensa que el destino
concede a las almas superiores.
No
quiero poner fin a mi exposición sin especificar que, a mi modesto juicio, la
militancia por un mundo radicalmente distinto al que tenemos ahora, tiene que
partir de formas de gestión y organización basadas en una democracia
participativa, deliberativa y autogestionaria. Se trata, en una palabra, de
hacer posible una democracia del pueblo, por y para el pueblo, una democracia
sin jefes y subordinados, sin élites que mandan y masas que obedecen, una democracia,
en fin, en la que el concepto de poder perdería su sentido y daría paso al
compañerismo y la ayuda mutua como única forma de conducta. No existe, en todo
caso, ninguna ley de hierro que condene a la criatura humana a ser utilizada
eternamente como carne de cañón por los mandamases de turno.
Heleno Saña
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